Las izquierdas y el fin del capitalismo
La
actual crisis mundial fragmenta el planeta en regiones de tal modo que
el sistema-mundo se aproxima a una creciente desarticulación. Uno de los
efectos de esta creciente regionalización del planeta es que los
procesos políticos, sociales y económicos ya no se manifiestan del mismo
modo en todo el mundo y se producen divergencias –en el futuro tal vez
bifurcaciones– entre el centro y la periferia.
Para
las fuerzas antisistémicas esta desarticulación global hace imposible
el diseño de una sola y única estrategia planetaria y hace inútiles los
intentos de establecer tácticas universales. Aunque existen
inspiraciones comunes y objetivos generales compartidos, las diferentes
velocidades que registra la transición hacia el poscapitalismo, y las
notables diferencias entre los sujetos antisistémicos, atentan contra
las generalizaciones.
Hay dos cuestiones relevantes
que afectan sin embargo las estrategias en todo el mundo. La primera es
que el capitalismo no se va a derrumbar ni va a colapsar, sino que debe
ser derrotado por las fuerzas antisistémicas, sean éstas movimientos de
base horizontales y comunitarios, partidos más o menos jerárquicos e
incluso gobiernos con voluntad anticapitalista.
Parafraseando
a Walter Benjamin, habría que decir que nada hizo más daño al
movimiento revolucionario que la creencia de que el capitalismo caerá
bajo el peso de sus propias leyes internas, sobre todo de carácter
económico. El capital llegó al mundo envuelto en sangre y lodo, como
decía Marx, y tuvo que mediar una catástrofe demográfica como la
producida por la peste negra para que las gentes, paralizadas por el
miedo, se sometieran no sin resistencias a la lógica de la acumulación
de capital. Depende de la gente perder el miedo, como hacen los
zapatistas, para comenzar a re-apropiarse de los medios de producción y
de cambio, y construir algo diferente.
La segunda es
que nada indica que la transición a una sociedad nueva será breve o se
producirá en unas pocas décadas. Hasta ahora todas las transiciones
requirieron siglos de enormes sufrimientos, en sociedades donde las
regulaciones comunitarias ponían límites a las ambiciones, cuando la
presión demográfica era mucho menor y el poder de los de arriba no se
parecía en absoluto al que hoy acumula el uno por ciento de los más
ricos.
En América Latina, en las tres últimas
décadas los movimientos antisistémicos inventaron nuevas estrategias
para cambiar las sociedades y construir un mundo nuevo. Existen también
reflexiones y pensamientos sobre la acción colectiva que por la vía de
los hechos divergen de las viejas teorías revolucionarias, aunque es
evidente que no niegan los conceptos acuñados por el movimiento
revolucionario a lo largo de dos siglos. En la coyuntura actual podemos
registrar tres hechos que nos imponen reflexiones diferentes a las que
se vienen procesando por parte de las fuerzas antisistémicas en otras
regiones.
En primer lugar, la unidad de las
izquierdas ha avanzado de forma notable y en no pocos casos éstas han
llegado al gobierno. Por lo menos en Uruguay, en Bolivia y en Brasil la
unidad de las izquierdas ha ido tan lejos como era posible. Es cierto
que por fuera de esas fuerzas hay partidos de izquierda (sobre todo en
Brasil), pero eso no cambia el hecho central de que la unidad ha sido
consumada. En otros países, como Argentina, hablar de unidad de la
izquierda es decir muy poco.
El hecho
central es que las izquierdas, más o menos unidas, han dado casi todo lo
que podían dar más allá de la evaluación que se haga de su desempeño.
Los ocho gobiernos sudamericanos que podemos calificar de izquierda han
mejorado la vida de las personas y disminuido sus sufrimientos, pero no
han avanzado en la construcción de sociedades nuevas. Se trata de
constatar hechos y límites estructurales que indican que por ese camino
no se puede obtener más de lo logrado.
En segundo
lugar, en América Latina existen gérmenes, cimientos o semillas de las
relaciones sociales que pueden sustituir al capitalismo: millones de
personas viven y trabajan en comunidades indígenas en rebeldía, en
asentamientos de campesinos sin tierra, en fábricas recuperadas por sus
obreros, en periferias urbanas autorganizadas, y participan en miles de
emprendimientos que nacieron en la resistencia al neoliberalismo y se
han convertido en espacios alternativos al modo de producción dominante.
Lo
tercero es que los sufrimientos generados por la crisis social
provocada por el neoliberalismo en la región fueron contenidos por
iniciativas para sobrevivir creadas por los movimientos (desde comedores
hasta panaderías populares), antes que los gobiernos que salieron de
las urnas se inspiraran en esos mismos emprendimientos para promover
programas sociales. Estas iniciativas han sido, y son aún, claves para
resistir y crear a la vez alternativas al sistema, ya que no sólo
reducen los sufrimientos, sino generan prácticas autónomas de los
estados, las iglesias y los partidos.
Es cierto, como señala Immanuel Wallerstein en La izquierda mundial luego de 2011, que
la unidad de las izquierdas puede contribuir a alumbrar un mundo nuevo
y, a la vez, reducir los dolores del parto. Pero en esta región del
mundo buena parte de esos dolores no han menguado con los triunfos
electorales de la izquierda. Hay casi 200 encauzados por terrorismo y
sabotaje en Ecuador por oponerse a la minería a cielo abierto. Tres
militantes del Frente Darío Santillán fueron asesinados hace días por
mafias en Rosario, en lo que puede ser el inicio de una escalada contra
los movimientos. Cientos de miles son desplazados de sus viviendas en
Brasil por la especulación de cara a la Copa del Mundo de 2014. La lista
es larga y no deja de crecer.
La unidad de la
izquierda puede ser positiva. Pero la batalla por un mundo nuevo será
mucho más larga que la duración de los gobiernos progresistas
latinoamericanos y, sobre todo, se dirimirá en espacios manchados de
sangre y barro.
La Jornada, 13 de enero de 2012
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario