(Fer Moya)
A propósito del artículo de opinión que publicó usted en la edición 1905
de la revista Proceso, queremos darle a conocer nuestro parecer.
Su texto tiene la pretensión de afirmar que los compañeros estudiantes
que tomaron el edificio de la Rectoría de CU, en días pasados, no son
anarquistas, sino nihilistas. No son anarquistas porque sus medios,
su
accionar, no estuvieron en consonancia con ninguna conciencia ética
profundamente arraigada en ellos. La definición más concreta de la
“conciencia ética” que usted ofrece es la que la asocia con la “vida de
la ciudad”, los anarquistas serían aquellos que desafían
al estado, a la ley y a la autoridad sólo cuando éstos han roto con los
principios éticos que norman la vida de la ciudad.
Pierre Joseph Proudhon, a quien usted nombra, entre otros, como un
referente de lo que le parece un “verdadero” anarquismo, pensaba que la
Revolución Francesa no había concluido aún en 1830. Y no lo había hecho,
pensaba, porque el estado no había sido abolido.
El proceso de liberación de la vida económica que comenzaba no se había
coronado con la emancipación política: el estado enajenó la voluntad de
los productores en lugar de garantizar su liberación absoluta. La
propiedad era un robo porque ese ente enajenante
del poder político era incapaz de representar en igualdad de
condiciones los intereses de los despojados y de los usurpadores. A esa
farsa, Proudhon contraponía la ética de los tejedores, a quienes
admiraba y consideraba como el modelo de la nueva sociedad.
Pero esa ética era la del taller, la del trabajo, la de los ámbitos
rudos y sucios de los marginales de Francia, aquellos cuyos derechos
ganados en 1789 habían sido vilipendiados por la clase media agraria en
1791, la que constituyó con sus rentas la nueva
“ciudad”, la burguesía, pues.
Para los anarquistas educados en la tradición que va de Proudhon a
Durruti, pasando por Bakunin y Malatesta, la “ciudad” no es un pacto
acordado por lo que usted llama “el común”, sino el despojo (por una
minoría) de los derechos políticos de ese común. El
voto, las elecciones... son la consolidación de ese despojo, pues
pervierten hasta el antagonismo la democracia directa de los tejedores.
Los anarquistas no son los voceros de la ética de la ciudad, sino de la
propia de las comunidades robadas.
Con todo, es cierto entonces que los medios y el accionar de los
anarquistas deben enraizarse en profundas convicciones éticas (si
habremos de tener razón en lo anterior, las convicciones éticas de la
ciudad son cualquier cosa menos profundas). Pero esas convicciones,
en virtud de la encrucijada histórica en la que se hallan
permanentemente, aquella que enfrenta al estado con las comunidades
políticas a las cuales despojó de sus derechos, no pueden ser sino
antagónicas a las de las leyes y el estado. Los anarquistas son
criminales o no son anarquistas, de ahí que los fundamentos teóricos de
su artículo sean tan endebles.
Pero una cosa son los fundamentos teóricos y otra la política que más o
menos puede apegarse a ellos. En su artículo, usted toma postura en el
campo de fuerzas que se describió arriba: abiertamente, se pronuncia en
favor del estado. El silogismo que construye
no tiene nada de profundo ni de magistral: la ética de la ciudad está
plasmada en la ley, los anarquistas apelan siempre a la ética de la
ciudad: si violan la ley no son anarquistas, sino criminales,
delincuentes. ¿Ignora usted que la ley no siempre traduce
los intereses del común? Tras una reflexión aparentemente profunda,
usted no hace más que reproducir acríticamente el discurso del poder: la
protesta no puede exceder los límites de la legalidad. Y esto, según
usted, para ser coherente con la propia ideología;
según nosotros, porque la violencia secular no debe ser puesta en
evidencia, porque nadie debe darse cuenta de que “el estado de excepción
es más bien la regla”, porque los muertos de la guerra de Calderón son
daños colaterales, no la consecuencia de la agudización
catastrófica de las contradicciones sociales estructurales a la
sociedad en que vivimos.
En el fondo, su argumento es tan pobre que tiene que recurrir a una
fraseología extremista, digna del fanatismo que dice criticar: “Detrás
de su violencia, de su absurda exigencia de reinstalar en un CCH a
quienes son la expresión contraria de la cultura y
la civilidad, y de la confusión de sus demandas, no hay un pensamiento
anarquista ni un orden libertario sino la intoxicación maniquea del peor
Bakunin...” ¿Conoce usted la historia de los expulsados de Naucalpan
por otro medio que no sean los noticieros que
alguna vez trataron de criminalizar a su hijo? ¿sabe usted que una de
ellas fue salvajemente golpeada por trabajadores y profesores a los que
no se va a aplicar ninguna legislación? ¿no le parece un tanto maniqueo
tildar de salvaje a una de las partes y de
civilizada a la otra?
Por todo lo anterior, dudamos de su buena fe y de la posición que dice
ocupar en la lucha contra “un Estado que ha decidido arrodillarse ante
los capitales legales e ilegales”; haciendo caso omiso a esa consigna,
usted le cree todo lo que dice, y lo hace, al
parecer, con el mismo objetivo que persigue toda esa “izquierda”
esquirola que a coro condenó a los estudiantes del CCH. El objetivo es
sacar raja política, legitimar un reformismo y una diletancia que han
demostrado ser absolutamente incapaces de lograr algún
cambio mínimo, justificar que de aquí a seis años lo único que harán
será campaña política y que, cuando vuelvan a perder, volverán a llamar
criminales a quienes se tomen la protesta y la voluntad revolucionaria
como un serio compromiso con sus convicciones
éticas más profundas.
ESPACIO ESTUDIANTIL BUENAVENTURA DURRUTI
“LLEVAMOS UN MUNDO NUEVO EN NUESTROS CORAZONES”
(cubículo 114-bis, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM)
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