Jaime Richart (especial para ARGENPRESS.info)
Desde siempre un humilde plebeyo como yo ha de tener innumerables razones para sentir antipatía hacia los poderosos; a los poderosos de la política, de la realeza, de las finanzas, de los bancos, de las multinacionales, de la jerarquía católica; en suma, hacia el Poder. Y no tanto por sufrirles yo directamente, sino porque me paso la ya mi larga vida presenciando cómo tales poderosos abusan y oprimen ordinariamente a los más débiles.
En este país y durante la década coincidente con la burbuja inmobiliaria se desvaneció un poco esa impresión. Pero la tendencia al abuso notable vuelve a hacerse marcadamente manifiesta en cuanto los ajustes para pagar los platos rotos precisamente por tanto abuso se han visto de ejecución inexcusable...
De un tiempo a esta parte, gracias al despertar de los medios gráficos y audiovisuales al deber ético de denunciar tanto desmán para que no quede impune (en parte ante la necesidad de atraer la atención de lectores decrecientes y televidentes paulatinamente desinteresados), la opinión pública está al corriente de todo cuanto precisa saber para condenar a esos truhanes ilícitamente enriquecidos y revestidos de absurda solemnidad.
Sin embargo la resistencia a esclarecer tanta fechoría y a juzgar a los culpables que oponen, no ya sólo los inculpados en su defensa procesal sino también sus cómplices presentes en todos los estamentos, fuera del proceso, es progresiva. Así, tras acusar la justicia a quienes han participado en el saqueo, la opinión pública, que conoce bien los hechos a través de informaciones bien documentadas, ve que poco a poco los imputados no acaban nunca de ser encarcelados, salen de la cárcel tras breves periodos de tiempo o van siendo liberados de los cargos que pesaban sobre ellos. Y siempre, sin devolver un solo euro de las sumas astronómicas delictivamente apropiadas con diversas fórmulas.
Esto, unido al conocimiento público pormenorizado y paulatino de tan incontables tropelías, es causa de que aquella antipatía instintiva y natural del plebeyo hacia el poderoso, ahora manifiesto malhechor, se vaya trocando poco a poco en odio contenido.
Miembros, simpatizantes y beneficiarios de esos poderes acusan de indeseables y demagógicas a las movilizaciones ciudadanas. Pero ignoran los muy necios -otra razón para el repudio- que esas concentraciones, en general autocontroladas, que se conducen de manera responsable, de alguna manera canalizan el odio y lo neutralizan. Es decir, que gracias a ellas las masas no se convierten (aún) en peligrosa turbamulta, ni el odio se torna en sed de venganza...
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