En el contexto del denominado
Día de la Ira, miles de egipcios se manifestaron ayer en las principales ciudades de ese país para exigir la dimisión del presidente Hosni Mubarak –quien encabeza, desde hace tres décadas, un régimen dictatorial, corrupto y violador de los derechos humanos–; en demanda de la derogación de la Ley de Emergencia, vigente en el país desde 1981 –que permite detenciones arbitrarias y que ha sido usada para reprimir cualquier voz discordante con el régimen–, y en reclamo por la violencia policial, el desempleo, el aumento de los precios y los bajos salarios. El saldo preliminar por el intento de disolver las movilizaciones es de tres muertos: dos manifestantes en Suez (noreste) y un policía en El Cairo.
Fuera de esos rasgos comunes, el caso egipcio reviste particularidades que potencian su impacto internacional: a diferencia de Túnez, que es la nación más pequeña del norte de África, Egipto es el país más poblado del mundo árabe –con unos 80 millones de habitantes– y el que cuenta con el ejército más grande; tiene una posición geográfica estratégica –entre los continentes africano y asiático y entre los mares Rojo y Mediterráneo–, y tiene una ruta clave para las comunicaciones y el aprovisionamiento energético de Europa: el canal de Suez. Otra diferencia sustancial es que, mientras en Túnez no existe prácticamente oposición islámica –la cual fue reprimida a conciencia por el gobierno de Bel Ali–, en el contexto de las movilizaciones en Egipto ha sido clara la participación de los Hermanos Musulmanes, partido ortodoxo sunita que constituye la principal oposición al régimen, considerada la formación inspiradora del grupo palestino Hamas, y que representa, en consecuencia, uno de los principales factores de preocupación para las naciones occidentales.
nuestra impresión es que el gobierno egipcio es estable. Sin embargo, ante revueltas como las ocurridas en Túnez y Egipto, la lección inexorable para las diplomacias occidentales, la estadunidense en primer lugar, es que deben revisar a fondo y corregir la práctica diplomática de brindar apoyo a regímenes tiránicos a cambio de alineamiento a sus intereses geopolíticos: si esa fórmula inmoral resultó conveniente para Washington y sus aliados en algún momento, hoy es claro que es insostenible y contraproducente, y que obstaculiza las perspectivas de democratización pacífica no sólo en el Magreb y en el norte de África, sino en todo el mundo.
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