Atilio Boron - 14 Diciembre 2010
Ponencia presentada en Casa de las Américas, 22-24 de Noviembre 2010(RESUMEN)
Auge o declinación del imperialismo norteamericano
No obstante, más pronto que tarde las cosas habrían de cambiar. En la inauguración de la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989) algunos analistas vieron una primera tentativa de recomposición de la primacía imperial -obsesionada por dejar atrás el ominoso legado del “síndrome de Vietnam”- sobre todo luego del inicio de una brutal ofensiva militar en contra de la Unión Soviética -la “guerra de las Galaxias”- que obligó a este país a incurrir en un gasto militar de fenomenales proporciones que, a la postre, acelerarían el catastrófico final del experimento soviético. Pero no sería sino hasta finales de la década y comienzos de la siguiente cuando, caída del Muro de Berlín (1989) e implosión de la Unión Soviética (1991) mediante, amén del triunfo en la Guerra del Golfo (Agosto 2 de 1990 - Febrero 28 de 1991), el discurso sobre la decadencia imperial habría de ser archivado. A partir de ese momento se generalizó la tesis contraria: no sólo que no había ni hubo decadencia imperial -sino apenas un momentáneo tropiezo- sino que, de hecho, el imperio se había “recargado” y aparecía en la escena universal con renovados bríos. Algunos teóricos, como Charles Krauthammer, por ejemplo, construyeron laboriosos argumentos para fundar su tesis sobre la permanencia del llamado “momento unipolar.” 3 Este nuevo humor social, que permeaba los distintos estratos de la opinión pública mundial y que, por supuesto, prevalecía sin contrapesos en los círculos dirigentes del capitalismo, atraería una pléyade de intelectuales y publicistas que conformarían este estado de ánimo en una nueva y completa doctrina internacional. Hablamos de la obra de autores tales como Thomas Friedman, Robert Kagan, Samuel P. Huntington y Francis Fukuyama, entre otros, quienes en el clima optimista de los nuevos tiempos se dieron a proclamar a los cuatro vientos el carácter imperialista de los Estados Unidos. Sólo que, a diferencia de los anteriores, el norteamericano es un imperialismo benévolo, moral y libertario, que descarga sobre los hombros de la sociedad norteamericana la dura tarea de crear un mundo seguro para la libertad, la democracia y, de paso, los mercados. No hace falta demasiada erudición para corroborar las simetrías entre este razonamiento y el que expresara Sir Cecil J. Rhodes, en la Inglaterra victoriana, sobre la responsabilidad del hombre blanco en llevar la civilización a las salvajes poblaciones del África negra e inculcándoles el amor por la justicia, la democracia, la libertad y … la propiedad privada. Cabe anotar que esta visión idílica del imperio rebalsó con creces el espacio ideológico de la derecha para penetrar profundamente en las interpretaciones de una cierta izquierda manifiestamente incapaz de entender el significado de los nuevos tiempos. Un caso paradigmático de este extravío lo ofrece la obra de Michael Hardt y Antonio Negri, en donde se desarrolla la curiosa tesis de un “imperio sin imperialismo”. 4
Los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono, el 11 de Septiembre de 2001, pusieron abrupto fin a esta ensoñación y el imperialismo reafirmó urbi et orbi su disposición a pelear con quien fuera necesario para preservar sus privilegios. Los dichos de George Bush Jr. son bien elocuentes al respecto: “buscaremos a los terroristas en cada rincón oscuro de la Tierra.” 5 El optimismo cedió su lugar a la crispación y a la furia, y a un inusitado proceso de militarización cuyas funestas consecuencias no tardaron en tornarse claramente visibles de inmediato.
En la actualidad, y como fiel reflejo de los cambios registrados en la escena internacional, al finalizar la primera década del siglo veintiuno ya son los grandes estrategas del imperio quienes plantean una visión “declinacionista” del futuro norteamericano. Todos los documentos elaborados por el Pentágono, el Departamento de Estado y la propia CIA sobre los escenarios futuros (en torno al 2020 o 2030) coinciden en señalar que Estados Unidos jamás volverá a disfrutar de la supremacía que supo tener en la segunda mitad del siglo veinte y que ese tiempo ya se acabó. Es más, en un informe especial elaborado por el Pentágono se dice que en los próximos años Washington deberá prepararse para vivir en un mundo mucho más hostil y competitivo, con numerosos rivales y adversarios que cuestionarán su predominio en todos los frentes y que, en consecuencia, las guerras serán una condición permanente durante los próximos treinta o cuarenta años.6
Las razones de fondo que subyacen a este pronóstico son bien conocidas. Por una parte, la relativa pérdida de gravitación económica de Estados Unidos por comparación a la que gozaba a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Si en ese momento su contribución al PIB mundial rondaba el 50 % en la actualidad es poco menos que la mitad de esa proporción, y la tendencia es hacia la baja, suave pero hacia la baja. El país sufre, además, de los “déficits gemelos” (fiscal y de balanza comercial) que han adquirido dimensiones extraordinarias. El dólar norteamericano, a su vez, ha visto declinar significativamente su valor en los últimos años y de moneda de reserva de valor que era se convirtió en una divisa cada vez más sostenida por sus propios rivales en la economía mundial, como China, Japón, Corea del Sur y Rusia. Una economía, en suma, en donde los hogares, las empresas y el propio estado se encuentran endeudados en grado extremo. Durante más de 30 años Estados Unidos vivió artificialmente del ahorro y del crédito externo, consumiendo muy por encima de sus posibilidades reales y tanto uno como el otro no son entidades infinitas e inagotables. El estado se endeudó al lanzar varias guerras sin subir los impuestos. No sólo eso, reduciendo los impuestos a los ricos y las grandes corporaciones. Las familias también se endeudaron, impulsadas por una infernal industria de la publicidad que promueve patrones de consumo no sólo irracionales sino brutalmente agresivos con el medio ambiente. A mediados del 2007 un informe de la Reserva Federal de los Estados Unidos advertía sobre el peligroso ascenso del endeudamiento de los hogares norteamericanos que había pasado de ser equivalente al 58 % del ingreso de las familias en 1980 a 120 % en el 2006. Según un estudioso del tema, Eric Toussaint, esa proporción siguió aumentando y hasta situarse, en la actualidad, en un 140 % del ingreso anual de las familias. El mismo autor señala que si se suma la totalidad de la deuda norteamericana, es decir, la de las familias, las empresas y el estado, se llega a un exorbitante 350 % del PIB de los Estados Unidos. Situación insostenible que, finalmente, estalló a mediados del 2008 desencadenando una nueva crisis general en la cual estamos inmersos. 7
El resultado de este descalabro económico del centro imperial es que, por primera vez en la historia, un país situado en el vértice de la pirámide imperialista se convierte en el principal deudor del planeta. Tradicionalmente la situación era la inversa: eso fue lo que ocurrió durante el largo reinado de Gran Bretaña en la economía mundial (desde comienzos del siglo diecinueve hasta la Gran Depresión de 1929) y eso también aconteció durante un tiempo en las primeras décadas de la hegemonía norteamericana, entre 1945 y comienzos de los setentas. Pero en la actualidad la situación es completamente distinta y Estados Unidos ostenta la poco gloriosa condición de ser el mayor deudor del mundo.
Un cambiante, y amenazante, escenario estratégico mundial
Lo anterior no podía dejar de tener profundas implicaciones políticas. Tal como lo aseguran numerosos documentos oficiales, Estados Unidos se enfrenta ante un escenario internacional profundamente amenazante: la situación en Medio Oriente parece deslizarse por un tobogán que culmina en el descontrol, y donde el fundamentalismo islámico, alentado por la CIA para repeler la invasión soviética en Afganistán, ahora amenaza a las monarquías petroleras pro-americanas de la región. Israel, a su vez, es el gendarme regional que actúa cada vez con mayor autonomía sabiendo que dispone de suficientes mecanismos extorsivos como para garantizar el incondicional apoyo de Washington a sus políticas sionistas. Sus provocaciones y sus desafiantes políticas racistas y colonialistas han exacerbado sin cesar el polvorín del conflicto palestino-israelí, que bien podría finalizar desencadenando un nuevo holocausto nuclear habida cuenta de la pertinaz ofensiva desatada en contra de Irán por parte de la Casa Blanca y el gobierno sionista de Israel. Siete años de guerra en Irak no lograron estabilizar a ese país y “normalizarlo” para extraer de él el precioso recurso petrolero en la cantidad deseada; por el contrario, la ocupación norteamericana que finalizó con una ingloriosa “retirada sin victoria” de las tropas yankees ha destruido el delicado equilibrio que mantenía a ese país unido y que, roto hoy de manera aparentemente irreparable, se convierte en un factor de desestabilización de toda la región, incluido Turquía, dado el papel de la minoría kurda en su territorio. Más hacia el este las aguas lejos de calmarse se agitan aún con más fuerza: sumido en otra aventura militar en Afganistán, la presencia de sus tropas en el área ha movilizado fuertes sentimientos anti-norteamericanos que también se expanden como un reguero de pólvora hacia su vecino Pakistán, irresponsablemente dotado de un poderoso arsenal nuclear cedido por Washington a fin de contrabalancear el programa atómico de la India, que la estúpida y crónica paranoia de la dirigencia de Estados Unidos atribuía a su condición de “Proxy” soviético.
En el extremo oriente no mejora la situación política global de Estados Unidos: el insólito desafío de Corea del Norte prosigue su curso sin que el imperio pueda interponer obstáculos con suficiente capacidad de disuasión. China se encamina en pocos años más a ser la principal economía del mundo y, además, un formidable poder militar pero de naturaleza eminentemente defensiva. Por su parte, Europa da muestras de una radical incapacidad de conformar una unidad política que le permita constituirse como un actor político gravitante en la arena mundial.
Como no podía ser de otra manera, el impacto de todos estos cambios económicos y políticos tuvo una enorme repercusión en América Latina y el Caribe. Veremos este tema en más detalle en la siguiente sección de este trabajo. Por ahora bástenos con decir que el acontecimiento más significativo en este terreno ha sido la estrepitosa derrota del ALCA en Mar del Plata, en Noviembre del 2005, en la medida en que se trataba del proyecto estratégico más importante del imperio desde la formulación e implementación de la Doctrina Monroe. En realidad, el ALCA no era otra cosa que la culminación del proceso anexionista contemplado en aquella, y que fue abortado gracias a la rebelión de algunos gobiernos de la región y la colaboración de otros.
El reverso de la medalla de todos estos procesos ha sido la desorbitada militarización de la política exterior y, como complemento necesario, el progresivo recorte de los derechos civiles y libertades individuales dentro de las propias fronteras de los Estados Unidos, tema éste que ya ha suscitado numerosas protestas por parte de distintas organizaciones defensoras de las libertades y los derechos humanos. Un indicio muy claro de este proceso es el evidente desplazamiento del Departamento de Estado en el diseño e implementación de la política exterior a favor del Pentágono. Por supuesto, esto no es algo que haya ocurrido de la noche a la mañana: se trata de un proceso y no de un acontecimiento que ocurre sin aviso previo. En todo caso, si hubiera que fijar un momento emblemático en donde esta tendencia se acelera considerablemente el 11 de Septiembre del 2001 sería sin duda alguna la fecha más indicada. Luego de esto el estallido de la Guerra de Irak vendría a acentuar aún más esta orientación, así como la significativa marginación de Colin Powell quien en su carácter de Secretario de Estado aconsejó a la Casa Blanca no declarar la guerra a Irak y ocupar su territorio dado que luego de ello Estados Unidos no podría retirarse del teatro de operaciones. Su tesis fue vapuleada por la intervención del Vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney; por el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld; y por la presidenta del Consejo Nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, ninguno de los cuales, al decir de Powell, tenía el más mínimo conocimiento de las cuestiones militares y eran incapaces de diferenciar un simple revólver de una pistola.